Tenía memoria de sus anteriores reencarnaciones. No una memoria fáctica, sino una memoria más como emocional. Sentía sombras en su alma, sombras de antiguos amores. Asi, cuando recorría, por ejemplo, por primera vez las calles de la actual ciudad de Roma, viejas discusiones en un foro para él desconocido pero no extraño lo sacudían de nuevo como hacía más de dos mil años. Cuando conoció París volvío a escuchar el ruido de los motores que cruzaban el cielo dejando caer sus bombas. La noche que asistió a un teatro para disfrutar de un concierto dedicado a Mozart recordó los ojos de la condesa con quien asisitió al estreno de esa música, dos siglos antes.
Con pasión estudiaba la historia y encaraba cualquier viaje con la sensación de estar de regreso. La música de otros siglos, los clásicos literarios, todo lo que la cultura humana guardó del tiempo eran para él viejos reencuentros con un ser extraño que habitaba en su intuición.
Durante toda la vida se dedicó a escribir esas sombras, esas intuiciones, como si fueran ficciones.
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