septiembre 18, 2012


─¿Sabes, Manuel?─ me dijo un día Natalia ─no entiendo bien cuando me hablas: me confundís, me mareas con argumentos a los que no termino nunca de encontrarle sentido.
Elena sabía que algo de aquel reproche no era del todo cierto, que no siempre usaba mi antigua estrategia de enredarla con confusos sofismas sobre la vida y las relaciones. Pero, así como yo tenía mi estrategia en nuestras discusiones, ella tenía la propia: la generalización. 
Un detalle, un simple hecho, eran para Marina la totalidad de nuestra relación. Así es como una puteada un día delante del televisor transmitiendo un partido de fútbol me convertía automáticamente en "Pablo, el grosero";  una tarde que olvidé, de vuelta del trabajo, comprar algo que me había encargado por la mañana me convertía en "Luis, el egoista"; o aquella vez que había descubierto un mensaje de texto con un juego de palabras en doble sentido ─una inocente broma con alguna connotación sexual─ con una compañera de trabajo fue durante más de cuatro años su forma de terminar todas las discusiones que tuvimos: "Mejor cerrá la boca, Lucas, porque yo no me olvido lo de tu compañerita".
Eran las ─¿nuestras?─ reglas de juego: enredarnos, exagerar hasta la generalización más absurda. Tratar de sacar provecho de cada detalle que se pudiera para tener razón. Éramos,  Josefina y yo ─su "Diegui" en los reencuentros─ una pareja normal. 

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