Al tercer día, Dios resucitó a su hijo. A su propio hijo. No al hijo del comerciante, ni al hijo del pescador, ni al padre de la prostituta o ni al niño que se murió a los siete años cuando se le murió su padre. No. Dios resucitó a su propio hijo. Porque ¿para qué otra cosa querría alguien ser Dios?