El humilde curita de Purmamarca, hace ya algunas décadas, cuando todavía mis huesos me dejaban llegar a las alturas del norte, era un hombre de una fe intensa, inquebrantable. Afirmaba tener, con visible orgullo, su fe intacta, tal como se corresponde a un hombre religioso.
Con esa fe construía escuelas y enseñaba a los aborígenes, sin ocultar la culpa que lo movilizaba en aquellas tareas.
─Estos son los huérfanos que creó la Iglesia─ decía.
Era un curita humilde que tenía esa costumbre tan mal vista por su propia Iglesia, la costumbre de pensar.
En las conversaciones que pudimos tener por aquellos años me enseñó muchas cosas, no solo sobre la fe sino también sobre la vida.
Recuerdo una tarde mateando bajo el único árbol que por entonces crecía en la zona y que estaba, naturalmente, sembrado en el patio de la pequeña Iglesia de adobe en la que daba sus misas.
─ Me cuesta creer ─dijo esa tarde─ en los milagros que adjudican a Cristo. No puedo, y no es que mi fe esté dañada, es solo que que los hombres no hacemos milagros. Cualquiera que haya vivido sabe que un hombre es incapaz aún de los más pequeños e inútiles milagros. Y Jesús era un hombre.
Llegado a este punto se detuvo y se quedó mirando el camino que se alejaba del pueblo, como si esperara que ese mismo camino le devolviera a alguien que hacía mucho le había quitado.
─En cambio, las mujeres...─ dijo.