Un día cualquiera un hombre quiso tener algo que pertenecía a otro hombre. Sabía que no debía, pero el deseo creció dentro suyo y lo devoró de a poco hasta que al fin se decidió y lo tomó.
Al principio se escondió, avergonzado de su acto tan vil. Con el tiempo descubrió que nadie lo buscaba, nadie condenaba su robo. Entonces volvió a robar.
Otro hombre, que también anhelaba algo que tenía su hermano, viendo que nadie lo castigaría por tomar lo ajeno, también robó.
Y luego otro, y otro, y otro. Pronto, cientos de personas robaban y ya nadie preguntaba si aquello estaría bien o mal. Solo lo hacían. Era más fácil que pedir las cosas y más aún, que ganarlas.
Un día eran miles los que robaban sin pudor y ya casi no conocían otra forma de conseguir lo que querían.
Y nadie hacía nada, nadie los castigaba. Apenas unos pocos cobardes que no tenían el valor de adueñarse de lo ajeno condenaban en voz alta aquella costumbre. Pero no pasaba de ahí.
Un día la gente descubrió con sorpresa que robar era la norma y trabajar, la excepción. Y que quienes robaban triunfaban en la vida más de lo que alguna vez se pensó que podía triunfarse. Incluso, ¡si hasta llegaban a ser poderosos hombres que mandaban y tomaban decisiones!
Y entre los que no robaban se miraron y se dijeron "ya es tarde, ya han vencido". Y se dejaron gobernar esperando, un día, poder al menos robar ellos lo suficiente para vivir.