septiembre 26, 2012
Le gustaba el olor a tierra mojada. Le traía recuerdos de otro tiempo, de una época que no recordaba del todo aunque tampoco había olvidado por completo aún.
Las tardes de lluvia se relajaba y dejaba que el agua lo empapara por completo, lo recorriera como alguna vez lo había recorrido la sangre por todo su cuerpo.
Sí, aquel era un muerto feliz, un muerto que disfrutaba su sueño infinito y se despertaba solo cuando llovía, y el olor a tierra mojada lo rodeaba por todas partes como una enamorada que lo abrazaba.
Y el muerto disfrutaba de aquello. Lo llamaba amor y creía que la lluvia era su novia.
Así, como solía hacer todo, se entregaba también en el amor: sin preguntas, sin respuestas. Claro que muchas veces el resultado era imperfecto, pero nunca faltaba la sorpresa a sus relaciones.
Así fue como un día descubrió que su princesa era un sapo con demasiado amor propio, que las sirenas eran simplemente un maloliente pescado, o que el unicornio era un simple caballo al que costaba besarle la frente sin resultar herido.
También así descubrió, a veces, que los pescados podían cantar hermosas melodías y tener excitantes bustos y ojos preciosos, que un sapo, si se lo sabe besar, se convierte en príncipe, que un caballo podía convertirse en algo único y digno de un cuento de hadas.
Claro, todo dependía siempre de uno mismo, de lo que uno quisiera ver, o de lo que uno sabía ─o quería─ encontrar en los demás. Por eso el amor le resultaba tan extraño y, a la vez, tan nuevo cada vez.
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