abril 19, 2013
A veces la vida se desenvuelve de esa manera caprichosa y estúpida. Una noche, borracha, no pensó antes de abrir las piernas y meses después criaba un hijo sin padre.
─Es la vida ─decía su madre. ─Con vos me pasó lo mismo.
Pero en su interior ella sospechaba otra verdad. Llegaron los años más difíciles, y casi como una Sarmiento de la escuela de la vida había aprendido a odiar a los hombres por lo que le había hecho uno, a las mujeres por lo que no le habían hecho a las otras (eso no era del todo cierto, su caso era bastante común pero todas pensaban igual que ella) y a la vida por hija de puta.
─Bien que te divertiste haciéndolo ─solía decirle el padre para no hacerse cargo del nieto.
El nieto crecía, como podía, medio como a los golpes, y no tardó en hacerse un hombrecito a fuerza de arrastrar el peso de las tradiciones familiares que lo criaron.
Aprendió a bajar calzones (aunque según su madre eso lo traía en los genes) sin la menor responsabilidad, a odiar a los hombres por aquella ausencia de su padre, a odiar a las mujeres por la falta de nadie sabía qué de su madre que se había arruinado la vida criándolo. Y un poco a la vida, también, por hija de puta.
Terminó borracho, mujeriego y jugador. Una joyita, decían los vecinos. Claro que lo que piensen los vecinos se lo pasaba por donde no le daba el sol (frase hecha e inútil ya que varias veces se lo había visto corretear mujeres desnudo por la calle).
La vida era una mierda sin sentido, la resaca de una borrachera eterna que no importaba cuanto vomitaras o cagaras que no se iba a pasar.
Y no eran ellos. Eso hubiera resuelto todo a una mala familia. Era el barrio que también andaba de putas y borracheras. Y una vez que tuvo que viajar al centro descubrió que la cuidad entera era una mujer vieja y arrugada que daba asco pero igual había que darle.
Le contó una vez el primo Federico, ese que había triunfado, que el mundo era así también. Que no había paz en ningún lugar.
Y eso que el primo Federico había tenido suerte. Tenía los ojos claros, tan claro como que la madre había andado cojiendo por ahí con otro. Con otro que un día volvió y se llevó al primo Federico a vivir en su mansión. Boluda no era la madre, porque el tipo que le había hecho al primo era un político importante. De esos que cada tanto salen en una foto con el que vende droga en la esquina del barrio, o con el que maneja el piribundín de la otra punta donde el otro primo, Marito, se pegó la sífilis.
Y el primo Federico decía que el mundo entero era un mierda, que no valía la pena salir de casa. Claro que su casa no era la casa de estos semi.parientes semi-humanos de los que ya solo se acordaba para venir a refregarles lo puta que era la actriz esa a la que llamaba "novia".
Una vez se agarraron a trompadas con Marito porque este le tocó el culo a la actriz de culebrones caros.
Pero cuando el primo Federico venía de visita salían todos los primos. Y era un fiesta porque el primo Federico parecía el presidente de lo bien vestido que andaba. Y pagaba todo, claro, para que vieran que tenía. Entonces las mismas negritas que los miraban pasar todas las tardes sin contestarles ni el saludo se dejaban meter la mano a ver si el primo rico o alguno de la familia les hacía un crio.
Y así repitieron la historia. El nietito del que nadie se había querido hacer cargo aguantaba a la bruta de la esquina embarazada. La brutita corría con ventaja: ella sí tenía un padre, y uno que medía más de ancho que de alto y borracho era capaz de matar un cristiano con las manos atadas. No había forma de escaparse sin perder una parte del cuerpo y tuvo que hacerse cargo de la bruta, del pibe y del trago interminable del suegro.
─Si te divertiste poniendolá ahora divertite limpiándole el culo al pibe─ dijo el abuelo, casi feliz de poder demostrar su sabiduría de viejo estúpido otra vez, ahora con su nieto.
Y él entendió, tarde, cuando ya no le servía de nada, por qué la vida era esa mierda infinita y cíclica que se repetía generación tras generación. Cuando después de unos meses la bruta parió una nena con los ojos del primo Federico, se prendió un cigarrillo de yerba en la puerda del hospital y entre pitada y pitada se repetía:
─¡Qué puta de mierda!
Pero nadie sabía si hablaba de su madre, de su tía, de la bruta, de la cuidad o de la vida misma.
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