Veía desde el balcón su pueblo entero
llorando, gritando, pidiendo
en las calles
limosnas, derechos, justicia.
Había comprado un médico.
Había pagado una década de maestros para sus hijos.
Había comprado un auto, un perro y, por supuesto, ese departamento con balcón.
Los compró porque era joven y su padre le había dicho, enseñado, impuesto...
no sabía de las otras vidas pero desde el balcón las fue descubriendo
una por una, tarde a tarde, noche a noche
cuando las cosas que trepaban hasta su ventana comenzaron a no dejarlo dormir.
Al principio solo veía todo aquel mundo a sus pies como quien asiste a un circo o al teatro.
Hasta que una mañana pasó por debajo suyo un viejo amigo de la infancia buscando trabajo.
Otra tarde un pariente que hacía años no veía pasó cabizbajo, con papeles de hospitales públicos en la mano.
Un día pasó su suegra buscando un abogado que hiciera que el cretino del marido pagara por aquella zorra de la oficina.
De a poco fue construyendo ─sin notarlo, sin quererlo─ una escalera entre el mundo de abajo y su mundo de arriba.
Un día subió por la escalera un telegrama.
Entonces vio desde abajo aquel balcón que no pudo terminar de pagar.
Un otro lo vio pasar buscando trabajo,
vio a su mujer buscando un abogado que terminara aquel hogar que se había vuelto gris,
vio a sus chicos volviendo de una escuela pública,
vio a su perro rascarse las pulgas.
Pasó el resto de su vida tratando de recordar cómo es que había fabricado esa escalera.
Pero en el fondo sabía, había aprendido, que todo lo que sube baja
y que jamás sucede al revés.
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