─No, boludo, ¿cómo le vas a decir eso?, ¿no ves que si se lo decís te va a tener atado como a un perro?...Haceme caso, callate que en unos meses vas a estar esperando que llegue el jueves para escaparte de tu casa...
Cuando el negro Brescia me dijo eso lo pensé de otra manera. Con Laura recién hacía unos pocos meses que nos habíamos casado y él llevaba ya más de diez años de matrimonio.
Pero la verdad es que me sentía mal por abandonarla así, todos los jueves, para reunirme con los muchachos. Mientras estábamos de novio era diferente. Casi nunca nos veíamos de noche porque ella prefería descansar bien cuando debía levantarse para ir al trabajo. Pero ahora, dejarla sola en casa para compartir un juego de cartas con los amigos me generaba una sensación de abandono, y la culpa me traía mal.
Al jueves siguiente nos tocaba en el departamento del flaco Lorenzini, un tipo descuidado que desde que la mujer lo había dejado andaba parando en hoteles de mala muerte. Conseguido un departamento, volvíamos a incorporarlo a los turnos.
Así que a los pocos días suspiraba resignado mientras golpeaba una puerta que esperaba no se abriera. Eran unos pocos departamentos en fila, de esos a los que les dicen PH, y a los que se entraba por un pasillo largo que iba desde la acera hasta el último departamento. De un lado, una alta medianera húmeda y despintada, del otro, la hilera de cuevas continuas que gente como el flaco Lorenzini llamaba "casa". Se adivinaba, a simple vista, la intención de haber sido construidos más para ser lugares de paso que un hogar.
Al loco Lorenzini no le importaba aquel detalle. "Para bañarme y dormir alcanza", dijo, "además que ves buenas mujeres todo el tiempo. En el del fondo viven tres pibas que se pagan la universidad laburando de putas. Y al de acá al lado lo comparten dos tipos bien, se ve que de mucha plata, que se turnan para traerse alguna amante. Seguro que hoy aparece alguno y nos divertimos un rato con los ruidos" terminó.
Para cerca de las nueve estábamos todos. El vino abierto desde hacía un rato, las cajas de las pizzas abiertas sobre la mesa y la charla fluida ayudaban un poco pero no dejaba de pensar en Laura, sola en la casa que compramos para estar juntos.
Cerca de las once la conversación había empezado a decaer pero la puerta del departamento contiguo reanimó la tertulia. Uno de los ricachones había llegado con la "cena de trabajo" de turno.
Aunque para nosotros solo fueran murmullos, ruidos ininteligibles, Lorenzini ya les conocía las voces.
─Este me cae simpático. Viene siempre con la misma mina. Un pobre boba a la que seguro le prometió divorciarse y todavía la tiene en veremos. No la vi nunca, pero parece una piba joven. A veces viene a la tarde o a la mañana, de noche nunca la había escuchado.
Para cuando terminamos de juntar la mesa y empezaron a circular las cartas ya los vecinos habían pasado a los hechos.
Cada vez hacen las paredes más delgadas y aquello comenzó a ponerme incómodo. A pesar que las voces llegaban mezcladas, confundidas y no se entendía palabra, era claro el placer de esa mujer que parecía estar haciéndolo en la propia habitación de Lorenzini.
─Che!...¿no me vas a decir que te ponen incómodo los vecinos? ─dijo Rodríguez,
el más viejo de nosotros, y enseguida supe que me hablaba a mí. ─¿Laurita no te hace todo ese show?
─Dejalo, viejo ─ interrumpió Brescia, y me miró con complicidad, como queriéndome hacer saber que tomaba en serio mis preocupaciones con Laura.
Entre risas y juegos la noche pasó como cualquier otra para los demás. Parecía que solo yo notaba aquellos ruidos o que solo a mi me parecían exagerados. Me molestaban, me herían el orgullo. Que a los otros hombres les pareciera algo tan normal aumentaba sin duda mi disgusto.
─Parece que la está matando, che...─bromeó Ibañez, un hombre aficionado a contar los detalles más escabrosos de sus relaciones, y los demás respondieron con risas y más bromas en el mismo estilo.
Las horas continuaron con incómoda monotonía, de ambos lados de la pared, entre bromas, comentarios soeces y los sonidos que llegaban del otro lado. Allí, el amor se sentía cada vez con más fuerza, como si en vez de cansarse, cada vez terminaran de hacerlo con más ganas de volver a empezar.
De a poco los dos ambiente se fueron fundiendo y cada vez eran más las pausas en el juego para comentar el "buen trabajo" que el hombre estaba haciendo del otro lado del muro. Pronto todo era un solo tema de conversación. Cuando Fernán ganó aquel vale cuatro con el ancho de espadas se burló de Pietra, que había confiado excesivamente en el de basto, con todo tipo de comparaciones entre el pobre derrotado y la feliz amante del vecino. Cada vez que alguien ganaba un envido, o una mano, coronaba la victoria con la gastada grosera, inevitablemente relacionada con lo que sucedía entre los amantes.
Cerca de las tres de la mañana todo se calmó y creímos que al fin habían cedido al sueño. Pero en seguida el silencio se rompió con un claro ruido de voces discutiendo.
─Pobre, piba ─dijo Lorenzini, con algo de verdadera lástima─ siempre terminan así. Discuten un rato y después el portazo.
─Todas son iguales ─sentenció Gabriel, el más joven, sobrino todavía adolescente de Brescia
Pero esta vez no hubo portazo. El hombre, que sin duda conocía los puntos débiles de la mujer, llevó la discusión de nuevo a la cama y otra vez comenzó aquel infierno de ruidos, pero esta vez peor, mayor, con toda la fuerza de una reconciliación.
Fue una noche larga. En ningún momento pude sacarme de la cabeza a Laura, allá sola en casa. Varias veces quise estar con ella, o ser nosotros dos los que estuviéramos del otro lado. Pero lo cierto es que con ella nunca había sido así.
Todo era perfecto con Laura, pero no así, y por más que me repitiera que todo aquello era exagerado, en el fondo sabía que aquella mujer no estaba fingiendo esos sonidos. Quise hablar con Laura, hablar sobre por qué no era sí entre nosotros, por qué no tenía esas ganas de mi. Una voz interior, parecida a la autocompasión, me respondió que ella no era así, que la mujer del otro lado no tenía otras armas para retener a ese hombre que no le pertenecía, que con Laura la relación era otra cosa, más verdadera y menos superficial que esos encuentros vacíos entre un hombre casado y su amante. Sentí lástima por esa desconocida que se dejaba usar y me sentí superior a ese hombre que solo jugaba con esa mujer.
A los amantes poco les importaba mi silenciosa y vana condena moral, y continuaron su ignorada indiferencia hasta tarde mientras mi incomodidad crecía a la par de sus placeres y llegaba a ser sufrimiento.
Cerca de las cuatro de la mañana inventé una cita por asuntos de trabajo a tempranas horas del viernes. Ante la resistencia que ofrecieron para dejarme ir con tan escaso argumento, debí reforzarlo con un malestar físico, un dolor de cabeza. Y con la esperanza de pronto estar en mi casa y con Laura, soporté estoicamente las menciones necesarias a mi poca resistencia al alcohol.
Finalmente pude levantarme y ponerme mi abrigo. Llegaría a casa mucho antes que los otros jueves. Le daría esa sorpresa a mi Laura, sola en casa, quizá todavía levantada como todos los jueves esperando que llegara su esposo. Me pregunté, ya casi sobre la puerta, si alguna vez estas reuniones no habrían sido para ella motivo de sospechas, de preguntarse si no serían una poco original fachada para encontrarme con otra mujer. Supe enseguida que no, que con Laura no teníamos ninguno de los dos motivos para sospechar del otro. Puse la mano en el picaporte y abrí la puerta al mismo tiempo que se oían las voces de una despedida en el departamento vecino. Me resultó incómodo, pero excitante al mismo tiempo, pensar que tendría la oportunidad de ver el rostro y el cuerpo de aquella desconocida que, no podía negarlo, me había mantenido alborotado cierto morbo durante varias horas.
Salí apurado por irme pero me tomé el tiempo de mirar hacia la puerta vecina. Allí una mujer se despedía de un hombre que no alcanzaba a verse. Entonces ella se volvió hacia la calle y pude ver su rostro. Se detuvo frente a mi.
Creo que susurré, como un niño que es descubierto en alguna falta, un "hola".
─¿Vas para casa? ─ recuerdo que pregunté.
─Si ─me respondió Laura. ─¿Vamos?
No sabría decir si respondí o solo pensé en un "si" mientras me prometía no volver a dejarla sola nunca más. Ella me tomó del brazo y empezamos a caminar.
De alguna forma llegamos a casa y nos acostamos a dormir.
(borrador de la versión incluída en el Nº1 de la revista "Alarma Literaria")
Voy a ser brutalmente sincera contigo :¡¡SIEMPRE SUPE QUE ERA LAURA!!!
ResponderEliminarSin embargo es muy descriptivo y muy bien narrado
Es que tenías que saberlo. Lo que termina pasando es lo obvio, el "único final lógico" que podía tener la historia, según los que sabían de cuentos. Pero en medio de la" sorpresa" es cuando el cuento da el giro damático y es la reacción de él.
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