Escapaba porque correr es buen ejercicio. En sus huidas encontraba a muchos como él que estaban huyendo. Pero nunca los entendía. Él no podía entender eso de correr de un lugar a otro para cambiar algo. Los lugares son todos iguales, pensaba, uno no escapa de un cerro, de un río, de un bosque. Escapa de la gente que los habita. Pero él no entendía porque hay gente que quiera huir de otra gente. Él solo corría porque le gustaba moverse, cambiar de aires, de horizonte. Se iba para volver, se perdía para reencontrarse con su gente. Él no huía de nada ni de nadie. Solo se iba, de a ratos, a un mundo de poemas y tristezas infinitas. Allí, se decía, el horizonte es un hilo largo entre el cielo y el mar.
Luego, cuando volvía, el mundo era diferente, como si lo viera con un papel celofán violeta delante de sus ojos.
Lo acusaron de todo: egoísmo, egocéntrico, distraído, mal educado, irrespetuoso.
Nunca lo miraron. Si lo hubieran hecho, habrían visto un alma que no tenía hogar ni reposo.
Quizá alguien hubiera podido evitar que se escapara, un atardecer de lluvia, de la única vida que creyeron que tenía.
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