En la casa que murió mi viejo pintaron el hermoso frente de piedra de un inmoral, casi fluo, verde. En esa habitación en la que todavía sueña han puesto una feria de esas que llaman "americanas". En el exacto sitio en el que nunca pudo despedirse de la mujer que amaba, de sus cuatro hijos, alguien vende ropa usada.
En la casa que vivió ─y murió─ mi abuelo talaron un nogal, dos cerezos, tres higueras y un joven limonero. Arrancaron el tilo que los domingos de verano condimentaba sin permiso las pastas o el asado con sus hojitas tercas. Demolieron todo lo que podía demolerse. Echaron cemento en todo lo que podía sublevarse con la brisa y construyeron, sobre los recuerdos, un complejo de pequeños departamentos, tan pequeños que en ellos, ese bíblico gigante que era mi abuelo, ni sentado entraría.
Al cementerio hace años que no he vuelto. Siquiera sé si todavía sigue allí el cajón rojizo de caoba que empañaba con mi aliento de diez años. Y sin embargo siguen allí esa gentes grandes queriendo consolarme de un dolor que me llevó cien años aprenderlo.
Pero, ¿qué culpa tendrían ellos de no enteder un niño algo tan complejo?
Yo he querido volver, muchas veces, a mis muertos. A los de antes, a los más nuevos. Hay muertes pequeñas que también siguen muriendo en tardes como esta.
He soñado tantas veces con el milagro de volver, por un minuto, a pasar por la vereda de esa casa esperando verlo asomarse justo y sonreirle y decirle...no, decirle nada, Saludarlo como a cualquier extraño que uno podría cruzarse en una calle.
Mis muertos están bien muertos, bien guardados bajo la tierra.
Allí dejadlos, que en paz se queden,
que allí son mios,
incluso más
que mi propia muerte.